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CUENTO DE ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS



CUENTO DE ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS

Erase una vez una niña cuyo mayor deseo era visitar alguna vez el país de las maravillas. Su hermana le decía que este lugar no existía más que en su imaginación, pero Alicia seguía soñando con él. Una tarde Alicia y su hermana fueron a pasear al bosque y al sentirse cansadas, se sentaron junto a un frondoso árbol. —¿Me cuentas un cuento?— preguntó Alicia a su hermana. Y ésta tomó el libro que siempre llevaba consigo, complaciendo a su hermanita. La verdad es que Alicia había oído muchas veces aquel cuento y se aburría un poco; por eso cuando vio aquel extraño conejo vestido de etiqueta, se quedó tan sorprendida. —¡Voy a llegar tarde! ¡Voy a llegar tarde! —repetía, mirando su reloj de bolsillo y corriendo hacia la colina.

Alicia sintió curiosidad, porque nunca había visto un conejo que hablase, ni mucho menos que vistiese de etiqueta. Así que dejó de prestar atención a su hermana y se fue tras el conejo. A pocos metros de donde se hallaba, descubrió que aquel misterioso personaje se escondía en el hueco de un tronco de árbol. —¡Qué oscuro está esto!— dijo la niña, mirando por el agujero. Y en aquel momento resbaló, cayendo dentro del tronco. La caída parecía interminable y a medida que Alicia seguía descendiendo, se hizo la luz dentro del tronco. Entonces pasaron frente a los ojos de la niña los objetos más diversos que pueda imaginarse: sillas, rejas, acordeones, pipas, antifaces, libros y muchas cosas más. —¿Cuándo llegaré al fondo?— se preguntó Alicia, que ya empezaba a estar un poco mareada.

De repente cayó sobre un montón de paja, sin hacerse ningún daño. Miró a su alrededor y se vio dentro de una habitación, donde todo era muy pequeño. Ella podía tocar el techo con su cabeza. —¿Donde estará el tronco por el que he bajado? —se dijo Alicia, sin entender nada. Sobre la diminuta mesita que había en la habitación, descansaba una botellita que tenía un letrero junto a ella. Y el letrero decía: «¡Bébeme!» Alicia obedeció aquella orden y no bien hubo probado el líquido de la botellita, se hizo tan pequeña que hasta la diminuta mesita era como una montaña para ella. Aturdida por tantas sorpresas, Alicia subió por la pata de la mesa, para poder ver mejor las cosas. Sobre la mesa descubrió un plato con galletas y un letrero junto a ellas que decía: «¡Cómeme!» Y esto fue lo que hizo Alicia; pero esta vez no se volvió pequeña, sino altísima, tan grande que debía doblar su cabeza para que no diese contra el techo.

Asustada, la niña empezó a llorar y sus lágrimas formaron muy pronto un enorme charco que se convirtió en un lago. Tan fuerte era el oleaje, que Alicia se vio arrastrada y pasó por la cerradura de la puerta, saliendo al exterior. Allí lucía el sol y el bosque era de un brillante color verde y amarillo. Una oca que parecía tener muchas ganas de charlar, la detuvo durante un buen rato, contándole su vida. Hasta que el conejo vestido de etiqueta volvió a aparecer, ordenando a la niña: —¡Ven a mi casa y tráeme los guantes!

Alicia, que era una niña muy obediente, se dirigió a la casa del conejo, una vivienda muy limpia y bonita. Y cuando vio unos pastelitos que parecían muy apetitosos, descansando sobre la mesa, no pudo resistir la tentación y se comió uno. ¡Qué horror! Alicia creció y creció hasta que tuvo que sacar sus manos y sus pies por las ventanas de la casa. El conejo, desde fuera, le gritaba enfurecido. Pero en menos tiempo del que se tarda en contarlo, Alicia volvió a ser pequeña y huyó hacia el bosque, donde le esperaba un nuevo prodigio un gusano fumaba en pipa sobre una gran seta.

—¡Hola, Alicia! —la saludó el gusano—. Si comes de un lado de esta seta te harás muy grande; si comes del otro, encogerás. Alicia no sabía por qué lado decidirse. Al fin, tomó un poco de cada lado y comió. ¡Aquello fue espantoso! El cuello se le alargaba, las piernas se le encogían y los brazos le quedaban igual que antes. Un gran gato se reía de los problemas de Alicia, tumbado sobre una rama. —Soy el gato de Chearshire— dijo el felino—. Déjame hacer la siesta y ve a casa del zorro. Te divertirás.

La casa del zorro tenía unas grandes orejas en su tejado. Alicia llegó justamente en el instante en que el zorro y el sombrerero estaban tomando el té. Alicia les preguntó la hora que era, puesto que imaginó que su hermana debía estar buscándola. —Es lunes —respondió el zorro. —Su reloj atrasa —añadió el sombrerero—. Debe ponerle mermelada para engrasarlo. Alicia escuchó dos o tres tontería más como aquellas y al final, sin poder resistir tanta falta de sentido, siguió su camino. Y fue al cruzar una pequeña loma, cuando vio el paisaje más maravilloso que pudiera imaginar: un prado lleno de rosas blancas.

Pero su alegría duró poco: al instante llegaron tres naipes con cabeza, brazos y piernas, que pintaron las rosas de color rojo con los botes de pintura que traían consigo. —¿Por qué hacéis una cosa así?— preguntó Alicia, enfadada. —¡Es una orden de nuestra Reina! —respondieron las cartas—. ¡Detesta las rosas blancas!

Sonaron entonces las trompetas reales y la misma Reina en persona se personó en el lugar. Era la reina de corazones y su séquito estaba formado por todos los naipes de la baraja, lanza en mano, que avanzaban marcialmente dispuestos. —¿Quién es la insolente que no se arrodilla a mi paso? —preguntó la Reina. Alicia se presentó y la Reina quiso saber si la niña jugaba al criquet. —Un poco —dijo Alicia.

Pero aquel era un criquet muy peculiar: debía jugarse con erizos en vez de pelotas y flamencos en lugar de mazas. Alicia se negó a jugar con aquellos animalitos y la reina se enfadó mucho. Ese fue el instante en que el gato de Chearshire asomó su sonrisa sobre un árbol y le dijo a la niña: —¡Desconfía de la Reina! El gato tenía razón al prevenirla, porque la Reina ya estaba dando órdenes para que la apresaran, ya que debía ser juzgada. Así fue como en un santiamén se formó un proceso, con muchos animales como público, un juez y un jurado. Alicia empezaba a lamentar su curiosidad al haber seguido al conejo vestido de etiqueta y quería volver a casa.

—Pero, ¿de qué se me acusa? —preguntaba, gimoteando. —¡De haberle faltado el respeto a la Reina y de visitar el país de las maravillas sin tener pasaporte! —respondió una liebre bigotuda. Esto fue más de lo que la niña podía soportar. Muy enfadada, Alicia tomó la palabra y se encaró con la Reina y con el jurado. —¡Qué tonterías estáis diciendo! —dijo—. ¡Si he venido aquí, ha sido por curiosidad, y bien que me estoy arrepintiendo! Además, ¡no voy a consentir que me juzgue un montón de cartas estrafalarias como vosotras!

La Reina resopló, poniéndose colorada de ira. —¿Cómo te atreves, mocosa? —gritó. —¡Y tú —añadió Alicia, dirigiéndose a la Reina—, eres la peor de todas! ¡Es inhumano pintar las rosas de otro color que no sea el suyo natural! ¡Y jugar con animales también es cruel! La Reina se irguió sobre sí misma y el jurado se cubrió las cabezas con sus manos, asustados por el enfado de su monarca. —¡Pasarás el resto de tus días en prisión! —rugió la Reina—. ¡Naipes, apresadla! Y el ejército de naipes se lanzó contra la niña, con las lanzas dispuestas, acorralándola. Alicia trató de correr, pero cada vez se hallaba más rodeada de cartas.

—¡Socorro! —gritó la niña, deseando escapar de aquel país donde sólo reinaba la ilógica y la sinrazón. El gato de Chearshire hizo brillar su sonrisa por última vez, suspendido en el vacío. —¡No hay escapatoria! ¡No hay escapatoria! —repitió. Entonces Alicia cayó en el torbellino inacabable, donde los naipes formaban escalones por los que la niña se deslizaba hacia el vacío y la oscuridad sin remedio. Aquel horror duró y duró, mientras Alicia gritaba y gemía: —¡Hermanita! ¡Ven en mi ayuda! ¡Socorro, hermanita!

De repente sintió una mano sobre su frente, abrió los ojos y vio a su hermana frente a ella. Estaban las dos bajo el mismo árbol donde se sentaron hacía un rato, cuando su hermana le quiso contar un cuento. Pero... ¿había pasado sólo un rato? Y su viaje, ¿había sido sólo una pesadilla? —Me he quedado dormida —dijo Alicia, muy contenta de haber despertado—. Creo que visité el país de las maravillas... Su hermana sonrió. Y también sonrió un personaje muy peculiar, semiescondido en el hueco del tronco del árbol situado a poca distancia. Se trataba de un conejo vestido de etiqueta, con un gran reloj de bolsillo en una de sus manos...




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