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CUENTO AL AZAR


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CUENTO DE LAS ZAPATILLAS



CUENTO DE LAS ZAPATILLAS

Había una vez una joven muy hermosa y simpática llamada Karen, cuya mayor tristeza era ser terriblemente pobre, tanto, que ni siquiera tenía zapatos que calzar. Vivía en una vieja choza, junto a su madre enferma, y en invierno la lluvia caía por los mil agujeros que tenía el techo de la casona. Un día, el zapatero del pueblo se apiadó de Karen, viendo que la joven caminaba descalza por el pueblo. Así que confeccionó unas toscas zapatillas de trapo de color rojo y se las llevó a Karen precisamente la mañana en que la madre de la joven acababa de fallecer. Unas zapatillas rojas no es el calzado más indicado para un entierro, pero Karen no tuvo más remedio que ponérselas, ya que las ortigas que crecían en el camino del cementerio le destrozaban los pies.

Cuando su madre hubo recibido sepultura, a la joven la envolvió un sentimiento tal de desamparo que ni siquiera tenía fuerzas para regresar a su choza. Sentada sobre una piedra, en la cuneta del camino, lloraba en silencio preguntándose qué mal habría cometido para ser tan desgraciada. En esto acertó a pasar por allí una anciana y riquísima mujer, dentro de un suntuoso carruaje tirado por seis caballos de aspecto regio. Al ver a Karen, quiso saber qué era lo que la afligía y cuando la joven le contó la historia de sus penas, sintió que su corazón se ablandaba por la tristeza. Le dijo: —Ven conmigo, te lo ruego. Nunca tuve a un hijo que cuidar y creo que tu juventud no merece tanto sufrimiento.

Ése fue el comienzo de una nueva vida para Karen. La anciana la acogió en su mansión, le regaló vestidos y zapatos y dispuso que tres profesores le diesen clases, para que aprendiese todo cuanto hasta entonces no había podido estudiar. Dentro de la felicidad que la embargaba, sólo existía una pequeña nube que impedía que tanta dicha fuese completa: a la anciana no le gustaban los zapatos de color rojo y ése era justamente el color que Karen prefería. Andando el tiempo, ese deseo se convirtió en obsesión y un día que Karen salió de paseo, se compró unas preciosas zapatillas rojas a escondidas de su protectora, guardándolas en lo alto del armario de su habitación. Con esas zapatillas pensaba ir al baile de palacio, que se celebraba una semana más tarde.

Pero justamente cuando se cumplía esa fecha, la anciana se puso muy enferma y Karen tuvo que quedarse en casa, cuidándola. La joven se lamentaba porque con su vestido blanco y las bellas zapatillas a buen seguro hubiese podido conocer a un apuesto galán, con quien hablar de matrimonio. A eso de las nueve de la noche, la anciana se durmió y como sea que apenas tenía fiebre, Karen decidió dejarla reposar, mientras ella marchaba a palacio, en busca de ese joven imaginario que debería desposarla. Así pues, se arregló, peinó y vistió con sus mejores galas, calzándose las preciosas zapatillas rojas que guardaba en secreto.

Bien pronto habría de arrepentirse de su falta. Pasada la medianoche, alguien vino a avisarla de que la anciana se moría sin remedio en la mansión, al haber recaído en su enfermedad. Karen corrió cuanto pudo, pero apenas llegó a tiempo para escuchar las últimas palabras de la anciana. —Me has desobedecido una sola vez, pequeña—dijo la anciana—, pero ya ves que basta un solo pecado para que las causas sean terribles. Yo te perdono, pero esta pena te acompañará durante mucho, mucho tiempo. Dicho esto, la anciana falleció, dejando a Karen desconsolada. La joven lloró y lloró, hasta que las lágrimas la abandonaron. Entonces sus ojos vieron aquellas zapatillas que habían sido el motivo de su desgracia.

—¡Por vuestra culpa y por ser tan presumida he perdido a uno de los seres más generosos que haya conocido en mi vida! ¡Os detesto! Y trató de quitarse las zapatillas, para echarlas al fuego. Lo intentó una y otra vez, pero el calzado se resistía a abandonar sus pies, como si estuviese pegado a ellos. Pero mucho peor fue lo que ocurrió cuando Karen se puso de pie. Las zapatillas tiraban de ella, llevándola de izquierda a derecha y de norte a sur, obligándola a bailar una danza enloquecida. Poco a poco, aquellas extrañas zapatillas condujeron a Karen hacia la salida de la mansión, haciéndola bailar y bailar sin detenerse ni un instante.

Las calles de la ciudad estaban vacías, pues todos los vecinos dormían. Abriéndose paso entre la oscuridad de la noche, Karen sintió que las zapatillas la llevaban lejos, hacia el monte, saltando sobre las rocas, los torrentes y los prados. En ese momento, tras un macizo de hierbas y flores silvestres, apareció un ángel que habló a Karen de la siguiente forma: —¡Grande ha sido tu descuido y grande deberá ser tu expiación! Puesto que vivías tan sólo para poder bailar con estas zapatillas, eso será lo que harás: bailar y bailar hasta que ya ni siquiera recuerdes el significado de la palabra andar. El ángel se esfumó entre las brumas del amanecer y Karen siguió danzando hacia el horizonte.

Ésa fue su vida durante meses y meses. Viajaba de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, siempre bailando. Bailaba en las plazas, en los cementerios, en las laderas de la montaña... Las gentes ya la conocían como "la joven bailarina", y a su paso, le daban mendrugos de pan y vasos de agua, con los que Karen se alimentaba como buenamente podía. Lo peor era por la noche, cuando la joven no tenía más remedio que dormir de pie, bailando por los caminos.

Un día, aquel horror que la atormentaba le hizo desear algo terrible: pensó en cortarse los pies, no ya tan sólo para poder descansar de una vez, sino para estar segura de haber expiado su pecado. Así que, al pasar frente a un herrero le pidió por favor que la liberase de su pena. A la tercera vez que pasó frente a la herrería, descubrió que el herrero se había convertido en el mismo ángel que le impusiera el castigo. —Sólo una persona muy arrepentida puede desear algo como lo que tú pides. Sea pues. Dejarás de bailar, pero tus piernas quedarán inmóviles hasta que alguien te ame, a pesar de ese defecto. Las zapatillas se desvanecieron a los ojos de Karen y la joven cayó al suelo, con las piernas completamente insensibles.

Pasó poco tiempo después un buen molinero por aquel lugar y viendo a la pobre Karen en aquella situación, se la llevó a su casa, donde su familia la acogió como si fuese uno más de ellos. Pasaron unas semanas y Karen trataba de ayudar a sus protectores cuanto podía. Desde su silla, donde se veía obligada a permanecer, zurcía la ropa, limpiaba las verduras y tejía. Todos la querían y admiraban, por la entereza con que afrontaba su desgracia. Nunca le preguntaron cómo había llegado hasta el pueblo y de dónde procedía, puesto que no eran personas curiosas y respetaban la intimidad de cada ser humano.

El hijo del molinero era un joven muy trabajador y bien parecido. Desde el primer día se había fijado en la hermosura de la joven, pero debido a su timidez nunca se atrevía a hablarle como él hubiese deseado. Por fin, una mañana reunió la valentía suficiente como para decirle: —Karen, supongo que mis ojos deben de haber hablado mucho antes que yo, pero por si no te has dado cuenta, quiero que sepas que desearía que fueses mi esposa. Karen pensó que el joven sentía lástima de ella y con gran tacto rechazó aquella petición.

Sin embargo, el hijo del molinero repitió su ofrecimiento hasta tres veces durante los siguientes días. En la tercera ocasión, el corazón de Karen no pudo ocultar por más tiempo lo que sentía y la joven habló así: —Aunque yo también te quiero, antes de aceptarme deberás escuchar lo que me ocurrió cuando era una joven caprichosa sin otro deseo que un par de brillantes y rojas zapatillas de bailarina. No bien hubo descargado el peso que le atormentaba, Karen sintió una extraña ligereza en las piernas y se pudo levantar de la silla por sus propios medios. Estaba curada y su pecho inundado de la paz y alegría perdida tanto tiempo atrás.

La boda se celebró pocos días más tarde y a ella acudieron todas las gentes buenas del pueblo, ya que el molinero tenía muchos amigos. Por la noche, Karen se asomó a la ventana de su habitación y vio una estrella; y esa estrella tenía un rostro sonriente sobre su superficie. Era el rostro de la anciana, que la bendecía desde el Cielo.




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